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Bujarrón... maricón, pues.

  • Oscar Santos.
  • 8 abr 2017
  • 5 Min. de lectura

–Señor, pido permiso para presentar al recién capturado –gritó el oficial.

El Comandante dejó de escribir, soltó la pluma sobre el gran escritorio tras el cual ocultaba su rolliza figura, y puso sus ojos en el oficial que le sacó de sus profundas dubitaciones. Acto seguido, escrutó con paciencia salvaje al acusado.

­–Dígame, Sánchez, ¿quién es este miserable? –inquirió el Comandante con voz bronca y aguardentosa.

–Es el Ciudadano Martín Torres Mendieta y fue capturado infraganti cometiendo los actos más penados por nuestra ley, Señor.

–¿Te refieres a…? –dijo el Comandante Octaviano con un leve tono de complicidad.

–Sí, Señor –exclamó Sánchez.

–Ay, pobre muchachito, ¿sabes que con esto ya te llevó la chingada?

Dibujo realizado por Omar Becerra; Comandante Octaviano y Oficial Sánchez

En ese preciso instante, el Comandante logró apercibir que el detenido no llevaba esposas; en su extremidad izquierda brillaba la ausencia de su mano con todo y dedos. Era un muñón extraño que llegaba, por lo menos, a cinco centímetros por arriba de muñeca, un muñón lacerado, con cicatrices que llegaban hasta los bíceps y que la manga de su playera alcanzaba a disimularlas de una manera menos que reticente.

–¿Cómo te declaras, muchacho? –preguntó el Comandante al muchacho de cara enjuta y sin mano.

Al formarse un silencio predecible, Sánchez, con la mano extendida, golpeó al muchacho en la cabeza, y dijo:

–Contéstale a mi Comandante, pinche puto.

–Inocente –bramó el manco con voz suplicante.

Los uniformados se echaron a reír como dos idiotas, tal como si hubieran esperado aquella resp­uesta tan visceral.

–Ay, ay –dijo el Comandante Octaviano reponiéndose del acceso de risa–. Sánchez, llévalo con el doctor Miravalle, ahí que se encargue él de este maricón.


La habitación tenía paredes blancas, una luz estridentemente blanca, extremadamente lechosa, sólo había un escritorio al centro y dos sillas, una a cada extremo; en una estaba sentado Martín y la otra permanecía vacía con una triste soledad inamovible.

La mirada del manco se ejercitó analizando el lugar, ninguna pared tenía ventanas o grietas, sólo había una puerta frente a él. La estuvo observando por más de diez minutos esperando a que alguien la franqueara, pero nada pasó.

No sentía ni miedo ni desesperación, su situación no era extraña, sabía que aquello era de lo más normal, pensar en eso y en su pasado le ayudaba a permanecer apacible. Sus tripas protestaron con un rugido y recordó que no había probado bocado en más de doce horas. ¿Qué hora será?, se preguntó. Calculando, llegó a la conclusión de que quizá podrían ser las cuatro de la mañana.

Al cabo de media hora (minutos eternos para Martín), la puerta se abrió y por ella cruzó un hombre de aspecto rudo, con una altura de dos metros, su piel era morena y en su cara se podían apreciar varias cicatrices que denotaban la presencia de un severo problema de acné en su juventud. Llevaba bata blanca y una serie de papeles bajo el brazo. Tomó asiento frente a Torres Mendieta y se presentó:

–Soy el doctor Francisco Miravalle. Yo te curaré.

Curar de qué, pensó Martín y en su cara apareció un gesto que indicó, a todas luces, la presencia de extrañeza.

–No te preocupes –agregó el doctor–, no me iré de aquí, de tu lado, hasta que estés curado. Lo prometo.

Martín hubiera querido decirle –Chingue a su madre– o –Váyase a tomar por culo–, pero no lo hizo, sus ojos parecieron crisparse y con su única mano se rascó la nariz en señal de resignación. Al mismo tiempo, el doctor Miravalle leía uno de los folios que llevaba, lo hacía en silencio, el manco creyó que se trataba de una estupidez, una broma quizás, o tal vez se trataba de un procedimiento ridículo pero necesario.

–Primero –dijo el matasanos sin levantar la mirada de los folios que leía–, quiero saber por qué lo hiciste.

–¿Hacer qué? –respondió Torres Mendieta.

-Lo que te trajo hasta aquí.

–¿Un beso?

–El reporte policial indica que fue más que un beso.

–¡Qué importa! –dijo el manco con tono airado–. Todos lo hacen, ¿no?

–Sí…

–Usted lo hace también –exclamó Martín para interrumpir al doctor.

–Sí, pero…

–Entonces no hay nada de malo, ¿me puedo largar?

El doctor Miravalle creyó pertinente no replicar y se calló de súbito sin inmutarse, esperando que Torres Mendieta se desahogara.

–Tienes razón –dijo el matasanos luego de un corto tiempo en silencio–, yo también lo hago, pero lo hago con mi mujer. Me la follo todos los días, incluso, hasta cuando tiene la regla. Le chupo su coñito y la penetro. Cuando he tenido un día duro, como hoy, por ejemplo, ella sabe cómo mejorarlo; me pide que le perfore el culo.

–Qué aberrante –musitó el manco.

–Eso lo piensas ahora, claro, por tu enfermedad.

El doctor Miravalle se levantó de su asiento y fue junto a Torres Mendieta. Le pidió, de la manera más afable, que abriera su boca y revisó su garganta con un abatelenguas que sacó de uno de los bolsillos de la bata, lo auscultó en medio de un silencio liviano, cogió su única muñeca y puso el dedo índice y medio para tomar nota de su presión al tiempo que contaba los segundos con su reloj.

–Y ¿cómo te sientes?

–Bien –respondió el analizado–, ¿ya me puedo ir?

–No, es peligroso que te deje ir en estas condiciones. Es una enfermedad silenciosa y caprichosa, no muestra alteraciones en el ser, en el organismo. Tú presión está, relativamente, bien. Tu corazón late como debe ser y hasta tus pupilas responden a la luz –en ese instante, con precisión del mejor prestidigitador, sacó una pequeña linternilla de algún bolsillo y alumbró los ojos del manco–, sí, responden correctamente. Todo está en orden.

El galeno regresó a su asiento y de un sobre sacó varias fotografías, en total seis de ellas, y las colocó sobre la mesa, frente al acusado. Las fotografías eran de mujeres jóvenes, de entre 19 y 25 años de edad, quizá de la misma edad de Torres Mendieta. Eran muchachas hermosas, con cuerpos bien definidos y atractivos. Se lograban ver de pies a cabeza en poses seductoras y con ropas ligeras, llamativas, sexualmente sugestivas; ropas que enloquecerían a cualquier hombre que las viera en mujeres como aquellas. Unos leggins, una minifalda de piel, otra con vestido entallado y escotado dejando ver un enorme y firme par de tetas, etcétera. Una era morena, mulata, otra, la que parecía más joven, era pelirroja, otra rubia (y que el matasanos señaló como su favorita), dos trigueñas y una más negra.

–Quiero que me señales la que más te guste.

–Ay –dijo Martín–, los tacones de ésta están di-vi-nos.

–Pero ¿ellas te gustan?

–Ahm –el manco dudó y sopeso qué respuesta dar–, pues son guapas… mucho muy guapas. ¡Pero mira ésa falda, está encantadora!

–Trataremos tu enfermedad –anunció el doctor Miravalle–, elige una, la que más te parezca guapa, por cierto, ¿qué le ocurrió a tu mano? Seguro por tu condición. ¿Sabías que tu enfermedad la padecen muchos? Sí, y, además, puede desarrollarse en la peor de las enfermedades, incurable si no se trata a tiempo: en SIDA. Claro, en eso puede acabar si no te tratamos ahora, estamos a tiempo de salvarte. Elige a tu chica.

Durante varios minutos, Martín miró fijamente las fotos, las tomaba con su única mano, mientras veía los senos de la rubia, recordó la pregunta que le había hecho el galeno respecto a su mano, prefirió no responder y olvidarse del asunto, creía que el doctor había olvidado aquel señalamiento a su persona. Hubiera preferido estar muerto en ese preciso ínstate, era posible que pronto lo estuviera. Cerró los ojos, respiró con profundidad y levantó una de las seis fotos, la mostró al doctor Miravalle.

–Bien –dijo éste–, creo que acabaremos para cuando amanezca. Estarás curado de tu mariconería, quizá sólo tengas que tomar una píldora cada 12 horas por las próximas seis semanas y listo, estarás enamorado de las mujeres.

El manco suspiró dejándose llevar por su tranquilidad a un mundo al que no pertenecía; el mundo de los locos.


 
 
 

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