Baño Turco
- Oscar Santos
- 23 abr 2017
- 3 Min. de lectura
Quisiera hacer contigo sólo una cosa; ir a un baño público. ¿Sabes qué son los baños públicos? Yo tampoco lo sé con exactitud, lo poco que sé es porque lo he leído en algún libro o porque alguien me ha contado sus experiencias en estos lugares.

Tuve un jefe, no recuerdo cómo rayos se llamaba, creo que Marco, quizás Enrique o Estúpido; ahora ya no importa. Él me platicaba, en nuestros tiempos libres en el trabajo, sus idilios con una mujer a la que amaba más que a su esposa (porque el muy cabrón era casado y tenía cinco hijos). Siempre me dijo que a su esposa la quería por ser la madre de sus hijos pero no la amaba de verdad. ¿Por qué no la dejas?, le dije un día. Porque siento culpa, respondió lacónico. De quien realmente estaba enamorado era de una compañera que respondía al nombre de Carmen, ella, al igual que mi jefe, era casada y vivía una vida infeliz, así que se reunían y se iban a ocultar a los baños públicos de vapor. Eran felices, eso decía mi jefe.
Un día me dijo: Deberías ir a un baño de vapor o a un baño turco, ve con tu chica o ve tu solo, pero ve. Nunca lo tomé en serio, yo asentía como por inercia, sólo porque era mi jefe y porque le debía respeto aunque me valiera mierda lo que dijera. Sí, sí, algún día iré, le respondía.
Ahora casi diez años después (puede que sean más), pienso, imagino, ¡fantaseo!, en ir a un lugar de esos contigo.
Te veo, te admiro, te deseo. Ese cabello ondulante, brillante y bruñido al sol, de color cambiante que asemeja a un camaleón. Sonrisa intrínseca y reticente, musa de mirada altiva y de profundidad tierna. Tus letras son espárragos esparcidos en la infinidad de mi abstracto universo. Carne joven de ternero, piel de ratón sin ninguna muestra de cocción. Te quiero maldita lisonjera y atrevida jovenzuela que estalla en mi interior.
Al llegar a los baños, te llevaría de la recepción a la barra del bar, pediría un whisky de 18 años, doble con agua y hielo, daría pequeños sorbos sin decir una palabra. A ti te pediría una cuba libre o algún coctel, algo dulce que empate con tu ser, esquiva mujer, maniática y lasciva. En cada sorbo apreciaría el sabor de mi bebida, lo disfrutaría con paciencia infinita sabiendo que en cuestión de minutos yo sería capaz de verte desnuda… testigo de tu hermosura.
Luego recorreríamos un pasillo que nos llevaría a las salas de vapor, quizá nos toparíamos con alguna pareja despistada como lo seríamos tú y yo, nos saludaríamos con la mirada como un gesto de complicidad por saber qué ocurrió o qué ocurrirá; una vez en la antesala, vería, paso a paso, tus movimientos, analizaría cada uno de ellos sin siquiera respirar para no atrofiar lo que hay en mi cabeza. Te pediría que te quedarás sólo en bragas y sin sostén. Me desnudaría y te invitaría a entrar en la cámara de vapor.
Una vez dentro y con las llaves de paso abiertas, pondría atención en tus poros, en tus senos y en tus hermosos cabellos, apreciaría la aparición de tu sudor. Lo besaría y después lamería despacio mis labios para engullir ese sabor a sal, tal como lo hice con el whisky. Me hincaría frente a ti y olería tu vientre hasta llegar a tu pubis y, de ahí, a la ausencia (imagino yo) del raudal cálido de sensaciones pasionales y prohibidas. Te invitaría a sentarte en las losas junto a mí. Encendería un cigarro de marihuana sonorense para conectar contigo y te diría que te amo. Al igual que amé a cada una de las piezas de mi pasado, tu serías a la sexta que amaría con extrema locura. Miraría tus pechos, adoraría la imagen de tus pezones y me dispondría a disfrutar de tu aroma.
Dejaría mi cara puesta en tu cuello, en tu regazo, mientras pienso en las cosa que he olvidado comprar ayer en el supermercado. Me dirías: ¿Qué tienes, qué piensas? Nada, respondería yo, es que… te amo. No me dejes, por favor.





















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