Si se enfrentan pasados...
- Óscar Santos
- 13 abr 2017
- 6 Min. de lectura

Empujado por el libro de Héctor Aguilar Camín, Adiós a los padres, decidí ir en busca de mis raíces y de mi gente. Emprendí un viaje en busca de mi padre. Viajé hacia el estado de Puebla, justo en el punto medio del llamado triángulo rojo; donde las gasolineras se hallan vacías y donde los huachicoleros distribuyen y venden el combustible que roban en tan sólo siete pesos el litro y que, si eres cliente frecuente, te lo dejan en cinco pesos. Es el mismo pueblo donde mi madre abandonó a mi padre hace cerca de veinticinco años (ésa es otra historia). Un pueblo que ha crecido, que en mi niñez recuerdo escueto y sin un dejo del avance tecnológico que había en el DF por aquellos años, y que ahora crece con la era del internet y de la telefonía móvil.
Encuentro a mi padre más viejo pero con el mismo semblante de seguridad y fortaleza, un hombre del cual soy una réplica fiel (en lo físico), casi exacta, un hombre al que le llevo cinco o diez centímetros de altura (yo mido un metro con noventa y dos centímetros), un hombre del cual viví su ausencia, del cual sufrí, sin entender del todo, el por qué decidió alejarse de mi hermano y de mí. Es el mismo al que mi madre nos enseñó a respetar y a darle (siempre) una segunda oportunidad.

Lo saludo y lo abrazo, después de casi cinco años de no verlo, mi cuerpo responde a la necesidad de sentir su calor y su beso en mi mejilla. Me siento contento y dejó que mi cerebro olvide, poco a poco, su maldita ausencia a través de los años más difíciles de mi vida. Emprendemos un recorrido de la terminal de autobuses hacia su casa y en el trayecto hago preguntas que él responde aunque a veces se detiene a pensar en su respuesta, un tiempo algo largo que se hace vacío y que, si no tienes cuidado, puedes caer en el olvido; un silencio corto que es una secuela de su fuerte adicción a las drogas, a la cocaína para ser específicos.
Pero lleva casi 15 años de no esnifar ni una sola línea, algo que admiro. Ahora encabeza un grupo de ayuda para aquellos que lo necesiten. Un grupo sin fines de lucro y que siempre tiene las puertas abiertas para aquellos que quieran hallar una segunda (tercera, cuarto o quinta) oportunidad. Me cuenta que se dedica de lleno al grupo de ayuda, su sede se encuentra en una finca de su propiedad: son apenas dos cuartos y un amplio patio por el cual corren tres perros falderos y dos gatos que se revuelcan jugando entre ellos, un tortugario en medio del jardín donde tiene al menos diez tortugas. Una morada digna para quien desee progresar. Todo es de su propiedad y todo, absolutamente todo, lo ha erigido él solo como señal de su progreso y como respuesta a sus ganas de vivir. Me impresiona.
Me cuenta, al llegar a casa, que recién sufrió la pérdida de uno de los hombres a los que ayudó. Un hombre joven que apoyaba los ideales de mi padre y que buscó en mil lugares, dentro de sí mismo, la luz que le ayudaría a seguir, sin embargo, algo turbó su pensamiento y lo obligó a desertar de la vida. Mi padre dice que aquel joven salió del grupo un domingo en la mañana (quince días atrás de mi visita), por la tarde se embriagó hasta perder el razonamiento humano. Alguien avisó a mi padre que este joven estaba deambulando por el pueblo con una botella en mano, así que mi padre se dio a la tarea de buscarlo pero no lo encontró, lo buscó por todos los lugares donde supuso lo encontraría pero sólo encontraba negativas en cuanto al paradero del joven. Llegado el lunes esperó saber noticias de él, igual el martes, y no fue sino hasta el miércoles que recibió un llamado del padre de aquel joven: se había suicidado. Mi padre sintió un escozor que le recorrió la espina y sintió cómo su estómago se contrajo por la sorpresa ante la cruel noticia. ¿Cómo?, preguntó mi padre pensando que si lo hubiera buscado mejor quizá le hubiera salvado la vida. Se colgó, le dijo el padre del joven.

Juntos se dirigieron al departamento del joven y lo hallaron con signos de descomposición (fluidos corporales en el suelo y una hinchazón en cara y cuerpo). Los peritos determinaron que aquel hombre había fallecido el lunes. Todo señalaba que había sido un suicidio casi premeditado. Triste pero fue verdad. Mi padre sintió coraje por la incredulidad ante la cual se enfrentaba al ver que pudo haber hecho más por el joven y que no consiguió el resultado positivo que deseaba ejercer sobre de él. Vi cómo su mirada se crispó y pude ver a través de sus ojos el hastío de la puta vida.

Ya encarrilado, me contó sobre otro hecho ocurrido apenas dos meses atrás desde mi visita: otra pérdida humana. Un hombre al que fue a ayudar y que en el transcurso del viaje, de un poblado a otro, en el auto, el hombre sufrió una trombosis y nada pudieron hacer al respecto puesto el sino fue cruel y lacónico. Murió antes de que lo llevaran al hospital. Tenía 23 años y su familia pidió, encarecidamente, a mi padre, que lo ayudara pues tenía una adicción al cristal que lo estaba deteriorando y que su familia se consumía en el vilo de la desesperanza. Mi padre acudió al llamado y sin saber cuál era el riesgo, decidió ayudarlo aunque el destino les tenía deparada una sorpresa maldita. Mi padre sufrió acoso por parte de los familiares hasta que un médico, al realizar la necropsia de ley, determinó la causa del deceso del joven y remarcó que aquel final era imposible de evitar; el joven de 23 años tenía contados los días, con sus horas y minutos.
Mi padre representa una imagen de autoridad y de avance. Sufrió daños sicológicos desde muy niño y esto le llevo a caminar al borde de la muerte. Sufrió ataques con armas de fuego, sufrió la insolación del desierto de Sonora al buscar el sueño americano, sufrió el abandono de su padre, jugó con el alcohol y las drogas en conjunto de su vida y su realidad, es odiado por sus hijos (al menos 25 hijos, los cuales son reconocidos por él), hijos que fueron producto de un machismo arraigado en su mentalidad desde muy pequeño, sufrió encarcelación y deportación, sufrió por lo menos tres infartos al corazón y golpizas brutales desde muy pequeño, sufrió la pérdida de su hermano menor (por el cual me bautizaron bajo el nombre de Óscar), recientemente sufrió la pérdida de su madre y, también, ha sufrido las perdidas incontables de amigos y conocidos que han intentado luchar junto con él. A mi juicio es un hombre afortunado pues ha modificado sus actitudes y sus pensamientos; creo que es un hombre libre aunque ahora padece de hígado graso (al tercer nivel) y que trata de cuidarse porque tiene deseos de vivir para ayudar a los que sufrieron lo mismo que él.
El grupo que encabeza es un grupo de ayuda al cual, algunos, llaman “anexo”, otros “granja”, otros “grupo para alcohólicos y drogadictos”, un sinfín de sobrenombres más y, del cual pude constatar, es un lugar exento de maltratos físicos y sicológicos, un lugar donde realmente se trata de fortalecer el contacto humano como eje fundamental para la ayuda mutua.
Ahora mi padre vive con una nueva familia, con esposa y cuatro hijos, y además, cuida de su abuelo (el padre de su madre; mi bisabuelo; el tatarabuelo de la hija de mi hermano). Lo cuida porque nadie lo quiso cuidar, porque sus hijos y sus nietos decidieron deshacerse de él en un asilo donde sufría maltratos de todo tipo, donde pagaban cerca de siete mil pesos y que sólo les aseguraban un cuidado a nivel medio para personas de la tercera edad que nadie quiere cuidar. Creo que ese acto, el hecho de cuidar incluso a las personas que llevan su sangre, habla por sí solo, mi padre, ahora, el día de hoy, es un buen hombre.
Tras tres días de visita y de nuevas experiencias (que quizá luego me decida a contar), me despido de él con la promesa de regresar lo más pronto posible pues no quiero vivir lo que Aguilar Camín relata, no quiero encontrarme con aquel hombre acabado físicamente y que nadie recuerda como el hombre que fue. No quiero que la vida sea tan cruel con él ni conmigo ni con mi madre… ni con nadie. De regreso en el autobús lloré al igual que cuando leía el libro Adiós a mis padres, con el cual no pude contener la sensibilidad que he ocultado durante mucho tiempo.
De vuelta en la Ciudad de México llovía, abracé a Ángeles y la besé. Le agradecí por ayudarme a enfrentarme a ese presente del cual yo rehuía. Ya quiero ver a los perros, me dijo. Yo también, le respondí añorante de volver a ver a nuestras tres criaturas de las cuales no me despedí.

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